sábado, 16 de febrero de 2013

Un día, así, sin avisar, me topé con un conflicto. Y así suele ser, no? Irrumpen de improviso en un día, podría decirse corriente y nos dejan sin aliento. Pocos son los que amablemente -o no tanto- nos tocan la puerta para darnos una mínima ventaja previsiva y muchos menos los hay que te manden un mensajito de "estoy abajo" para ir haciéndote a la idea.
Pero bueno, resulta que este conflicto ni me tocó la puerta, ni me mandó un mensajito. No, este cayó de prepo, a las trompadas. Y me dejó desorientada, angustiada, frustrada y muchos otros "ada" fáciles de imaginar. Y ante tantos adjetivos descriptivos negativos -traducidos en mi cuerpo como espantosas sensaciones- me dirijo directamente al mar, situado exactamente a una cuadra de distancia del paradero de la mala noticia.
Siento la arena tibia en mis pies, el aire salino en la cara. Contemplo el océano y su inmensidad y su belleza y su fuerza... ¡Que increíble sos naturaleza! ¡Vos tan grande y perfecta, nosotros tan pequeños y llenos de errores! Decido ahondarme en tan magníficas profundidades, tambalearme al son de las olas, dejar que el agua salada ahogue todos mis poros, que su violencia tire de mis extremidades de un lado a otro. Y cuando sumergo la cabeza: silencio. El silencio mas puro e inquebrantable. Solo escucho el sonido de mis latidos en los oídos, el del aire escapándose por mi garganta. La realidad me es ajena, la gravedad misma se ha olvidado de mi. Mi cuerpo es una pluma que flota a la deriva. Y entonces comprendí todo: solo somos eso, simples plumas flotando a la deriva movidas por fuerzas superiores. Podemos luchar, tomar decisiones acertadas y erróneas, pero jamás controlaremos el curso de nuestras vidas. Somos simples átomos parte de esta molécula terrestre que conforma una mínima parte del universo celular.
Mi cabeza resurge; lleno los pulmones de oxígeno. La vida sigue, la vida duele, la vida es linda.