Nacemos, vivimos, morimos. El inevitable círculo de la vida. Pasamos por el mundo como aire entre las manos. Hay quienes dejan su marca y son recordados a través de los siglos. Pero él solo es parte de ese plural colectivo, el común denominador.
Un par de cartas o de fotos; testimonios de que alguna vez fuimos cuerpo y mente, no solo polvo y olvido. Algunos muebles, ropas, accesorios; testigos de una vida empacada. Por algún lado alguna novia o amante, algún amigo o familiar, sobrevivientes indefinidos, hay esperanza. Pero él está en la cornisa, a un paso de todo lo que fue o pudo ser. Todo lo que no fue y nunca será. El, simplemente, ya no es.
Toda su existencia resumida a eso: cinco cajas, unas llaves y un salto.
Dos personas abajo lloran. El resto no escucha. Está sorda de realidad, de mundo que no para ni espera.
Los autos siguen pasando, los celulares siguen sonando, la bolsa sigue oscilando. La ficción se mantiene, nadie quiere afrontar el derrumbamiento de esta inercia que nos mantiene vivos.
Tiembla, duda, se decide.
El pie se adelanta a la mente. El cuerpo cae, el corazón quedó arriba. Ventana a ventana, piso a piso, historia a historia descubre la solución, los pilares que sostienen esta máquina. Quiere detenerse, gritarlo, hacer sonar el despertador del mundo. Pero no entiende que el despertador suena hace rato y todos duermen. Nadie quiere despertar. Él pertenece a la elite de los despiertos. A esa pequeña minoría que rompe el contrato con la vida. Esa cláusula que firmamos al llegar al mundo: sobrevivir.
Pero toda su revelación se entierra con él dos centímetros en el cemento.
Una bocina suena, una mujer grita y sus cajas se queman.
Todo quedó atrás: esas noches sin nombre, esos días sin huellas.
Otro fantasma olvidado, otra víctima de un sistema tragamonedas. Todo nos saca, nada devuelve.