Florencia y Sebastián tienen un ritual de lo más particular. No se ven mucho ni se hablan demasiado, pero cada vez que se encuentran la magia comienza a percibirse en el ambiente. Acostados en una cama angosta, mitad despiertos mitad dormidos, discuten sobre la vida, sobre el mundo, sobre ellos mismos; sus miedos, sus alegrías, sus incertidumbres. Y a medida que la charla avanza Florencia hunde su cabeza cada vez más en las profundidades del pecho de Sebastián y los brazos de él se van cerrando alrededor del torso de ella hasta dejarla inmersa en la oscuridad total. Pero es una oscuridad apacible, segura, que la invita a bajar las barreras y sentirse chiquita, vulnerable, humilde. Y ahí está él para protegerla, para amortiguar el dolor, para mantener unidos ese conjunto de pedazos que la componen -que, crueles e impunes, amenazan con desarmarse a cada segundo-. Le acaricia la espalda despertando los sentidos y apagando el raciocino, recordándole el placer y de estar viva. Y justo cuando Florencia cree que no puede hacerse más chiquita él la suelta e intercambian puestos. Sebastián se cobija en el mullido pecho de ella y exhala partes de su atormentado ser. Y Florencia lo siente empequeñecer a cada exhalación y lo abraza más fuerte, casi aterrada de que se le esfume de entre los brazos. Lo deja exponerse, enfrentarse a su pequeñez y a la vez a su grandeza, abrazarla, aceptarla, amigarse con ella.
Hasta que él se suelta. Y quedan así, pegados, sonriéndose, mirándose fijamente a los ojos, respirando intimidad. La burbuja ya se rompió, la vida sigue, pero no les importa. Ellos se saben enanos y gigantes, luchadores y vencidos. Y con esa levedad que esa certeza les otorga, levantan lentamente las barreras nuevamente y salen a ponerle el pecho a la vida.