viernes, 5 de julio de 2013

Y supiste ser mi enano y mi gigante

Florencia y Sebastián tienen un ritual de lo más particular. No se ven mucho ni se hablan demasiado, pero cada vez que se encuentran la magia comienza a percibirse en el ambiente. Acostados en una cama angosta, mitad despiertos mitad dormidos, discuten sobre la vida, sobre el mundo, sobre ellos mismos; sus miedos, sus alegrías, sus incertidumbres. Y a medida que la charla avanza Florencia hunde su cabeza cada vez más en las profundidades del pecho de Sebastián y los brazos de él se van cerrando alrededor del torso de ella hasta dejarla inmersa en la oscuridad total. Pero es una oscuridad apacible, segura, que la invita a bajar las barreras y sentirse chiquita, vulnerable, humilde. Y ahí está él para protegerla, para amortiguar el dolor, para mantener unidos ese conjunto de pedazos que la componen -que, crueles e impunes, amenazan con desarmarse a cada segundo-. Le acaricia la espalda despertando los sentidos y apagando el raciocino, recordándole el placer y de estar viva. Y justo cuando Florencia cree que no puede hacerse más chiquita él la suelta e intercambian puestos. Sebastián se cobija en el mullido pecho de ella y exhala partes de su atormentado ser. Y Florencia lo siente empequeñecer a cada exhalación y lo abraza más fuerte, casi aterrada de que se le esfume de entre los brazos. Lo deja exponerse, enfrentarse a su pequeñez y a la vez a su grandeza, abrazarla, aceptarla, amigarse con ella.
Hasta que él se suelta. Y quedan así, pegados, sonriéndose, mirándose fijamente a los ojos, respirando intimidad. La burbuja ya se rompió, la vida sigue, pero no les importa. Ellos se saben enanos y gigantes, luchadores y vencidos. Y con esa levedad que esa certeza les otorga, levantan lentamente las barreras nuevamente y salen a ponerle el pecho a la vida.    

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"Mike, vivo asustando pero el único que vive realmente aterrado soy yo"

Historias de Bondis

Es viernes, 7. 30 a.m. y Julieta se sube al colectivo de todas las mañanas que la deja a dos cuadras de su colegio. Localiza el único asiento vacío y se sienta sin pensarlo dos veces. Su somnolencia la hizo reparar tardíamente en que en el asiento enfrentado al suyo estaba ocupado por su profesora de matemáticas. Lanzó un suspiro de resignación frente al mal reencarnado que representaba para ella esa maestra, su materia y todo lo que se asemejase, por lo que rápidamente desvió su mirada hacia la ventana. Quizás así podría fingir no haberla visto y se ahorraría la charla trivial e incómoda con ese ser que tan poca simpatía le despertaba. Pero algo llamó su atención: algo así como una respiración fuerte, una especie de sollozo. ¿Acaso su profesora...? Efectivamente, en un torpe intento de mirarla disimuladamente, sus miradas se encontraron y Julieta descubrió una tristeza de una profundidad desconocida en sus ojos. La vio sola, angustiada, frágil, expuesta. Lo que más la sorprendió fue su reacción: pese a la sorpresa inicial frente al inesperado encuentro, Estela -así era el nombre de pila de su profesora- no buscó disimular su estado ni en lo más mínimo, sencillamente le ofreció una auténtica sonrisa de rendición, casi diciéndole "todos somos humanos después de todo". Julieta, incómoda, desvío nuevamente la mirada hacia la ventana y comprobó que la siguiente era su parada. Ambas se incorporaron y esperaron en silencio que el colectivo se detenga. Al bajar, Julieta sacó un pañuelo de su mochila y se lo alcanzó. Estela aceptó el gesto de complicidad; se sonó la nariz y se limpió el maquillaje corrido.
-Solessi, decile al curso que los espero a las 10 en el aula de examen- le dijo la González a su alumna de 5to B y apretó el paso.