Es viernes, 7. 30 a.m. y Julieta se sube al colectivo de todas las mañanas que la deja a dos cuadras de su colegio. Localiza el único asiento vacío y se sienta sin pensarlo dos veces. Su somnolencia la hizo reparar tardíamente en que en el asiento enfrentado al suyo estaba ocupado por su profesora de matemáticas. Lanzó un suspiro de resignación frente al mal reencarnado que representaba para ella esa maestra, su materia y todo lo que se asemejase, por lo que rápidamente desvió su mirada hacia la ventana. Quizás así podría fingir no haberla visto y se ahorraría la charla trivial e incómoda con ese ser que tan poca simpatía le despertaba. Pero algo llamó su atención: algo así como una respiración fuerte, una especie de sollozo. ¿Acaso su profesora...? Efectivamente, en un torpe intento de mirarla disimuladamente, sus miradas se encontraron y Julieta descubrió una tristeza de una profundidad desconocida en sus ojos. La vio sola, angustiada, frágil, expuesta. Lo que más la sorprendió fue su reacción: pese a la sorpresa inicial frente al inesperado encuentro, Estela -así era el nombre de pila de su profesora- no buscó disimular su estado ni en lo más mínimo, sencillamente le ofreció una auténtica sonrisa de rendición, casi diciéndole "todos somos humanos después de todo". Julieta, incómoda, desvío nuevamente la mirada hacia la ventana y comprobó que la siguiente era su parada. Ambas se incorporaron y esperaron en silencio que el colectivo se detenga. Al bajar, Julieta sacó un pañuelo de su mochila y se lo alcanzó. Estela aceptó el gesto de complicidad; se sonó la nariz y se limpió el maquillaje corrido.
-Solessi, decile al curso que los espero a las 10 en el aula de examen- le dijo la González a su alumna de 5to B y apretó el paso.