Una de la mañana y tres amigos -dos mujeres, un varón- a las carcajadas en el colectivo. Perfectamente sobrios, embriagados no más de ideas flasheras y ansias de sentir que nada en el mundo puede contra ellos en ese momento, porque ¿qué malo puede pasarle a tres adolescentes tentados y felices en una noche de viernes veraniego? La demás gente del transporte público los observa; algunos se ríen contagiados, otros simplemente los ignoran y hay quienes los observan con mala cara. Pero, después de todo, lo que realmente desean en su interior es poder ser esos tres locos tentados: reírse hasta el llanto de algún chiste/idea que ya ni clara está, saber que en ese momento son plenamente felices, sin importar nada que no sea ese viaje en bondi, esa joda, esa risa incontenible y poder mirarse en los ojos y saber que ese momento es único, irrepetible y mágico, que son jóvenes y que en ese instante nada puede interferir en ese limbo de complicidad y amistad para toda la vida.
Media hora más tarde, aquellos fieles emisarios de juventud y sonrisas se bajan. Y a su paso dejaron a un público que, aunque seguramente aliviado, comienza a extrañar aquellos agentes de conciencia colectiva que, por alguna jugada del destino, fueron designados a ese colectivo para recordarle a ese grupo de usuarios la magia de la risa desenfrenada, la amistad, la complicidad y la juventud.