A las ocho apagaron las luces. Y en medio de la oscuridad, sus sollozos. No tardé en unirme a ese ritual nocturno que nos persigue y nos desahoga. La noche es la peor compañera de la soledad. El silencio de lugar a los planteos que durante el día aplacan con sonidos, imágenes y quehaceres. En el momento en el que recordamos que los sueños y esperanzas quedan del otro lado de las rejas, los escudos flaquean y las fuerzas se esfuman. Pero esta noche la charla tuvo un aditivo inesperado: hombres, amor, sexo. Y hoy, estos cuerpos fríos de caricias, extrañan el calor del cariño, la tibieza de los sentidos, la magia del roce de las pieles hirviendo sobre una cama simple.
Sus brazos me rodean, nuestra desnudez es absoluta. Solo respiramos; inhalamos confusión, exhalamos resignación, necesidad. Nuestros dedos húmedos, la excitación omnipresente. Caricias torpes, besos en el cuello indecisos. Mejor no pensar, solo sentir. Sentir ese pecho a pecho, esa transpiración caliente en aquel ambiente helado. Nos reencontramos envueltas en un mundo de sentimientos y sensaciones tan viejas como nuevas. La adrenalina y el cansancio nos acalambraban los miembros, pero la freneticidad ya era imparable y los jadeos empezaban a adueñarse del silencio. La cabeza nos lato, la respiración nos vibra, el cuerpo nos tiembla. Hasta que a destiempo pero en simultáneo, nos encojemos, nos arqueamos, nos sacudimos. El aliento amargo, las lágrimas saladas, el placer dulce; todo era parte de lo mismo. En ese lapso de cinco segundos, logramos despejar en absoluto nuestras mentes intoxicadas y las aceleradas pulsaciones nos recordaron que adentro nuestro aún hay vida, que la satisfacción todavía existe y que la lucha, de a dos, siempre es más fácil.