martes, 10 de abril de 2012

Me rompo, me quiebro, me desarmo y disuelvo entre manos ausentes. Tropiezo y desciendo. Es un caer eterno, sin fondo. Ninguna señal de fin, invisibles esperanzas de subir, de renacer. Desesperada sensación de encierro, de angustia, de irremediabilidad; la tormentosa rutina de la depresión ¿qué hacer? ¿qué NO hacer? Guías falsos, indicaciones confusas  y yo que sigo decayendo entre recuerdos, lágrimas y deseos prometedores de sueños cumplibles. Acaso no es eso aún peor que los imposibles? La certeza de la posibilidad a precio de nuestro único esfuerzo, nos presiona hasta imposibilitarnos movimiento alguno. Nos dejamos caer como triste inercia de todo lo que sucede a nuestro alrededor. No hay más lucha, sólo esperamos el inevitable final; ese excitante choque que nos de el empujón de subida. Nos rendimos a revolcarnos dentro de estas broncas manchadas de frustraciones interminables. De golpe aparece una mano salvadora, un haz de luz… salvador? Salimos a la luz, nos recomponemos, juntamos nuestras piezas y nos abrazamos para no caer. No nos atan más que tanzas imperceptibles de un viejo y gastado disfraz, pero seguimos.
Tarea pendiente: tocar fondo.