Era una de esas tardes de domingo con sabor a mate lavado y restos de postre tardío, con la cabeza entre relajada por lo que fue y tensa por lo que se viene, que a Julián -ya a solas con el vacío de su departamento- le nació la irrefrenable necesidad de ir a un recital.
Porque él, ante el mínimo atisbo de monotonía, sinsentido, vacío y soledad, se le metía en la cama a la primera banda que se le cruzace en el camino. Era marido y amante de toda nota musical que le diese ritmo a su vida. Era así como, instantáneamente, se adentraba en la búsqueda de alguna presentación musical; los bares y teatros eran su salida más recurrente, pero los recitales de cancha eran su afición. Según él, la gente en los recitales se conectan con su escencia, son su versión más natural, protagonistas de cada letra, dueños de cada melodía que significó algo en su vida. No importa de dónde venís, ni a dónde vas, tu nombre ni tu apellido, están todos ahí con el mismo fin, con la misma expectativa. Son todos hermanos, gritándole al viento una parte de su ser. Y cuando prenden los encendedores, o celulares, se eriza cada pelo de su cuerpo... cada uno aportando una gota de luz a la oscuridad del mundo. Pero lo que Julián más disfruta, es cuando el cantante se vuelve director de orquesta y ellos y sus almas obedientes, sedientas de guía, se dejan llevar, dejando la vida en cada aullido. Se vuelven un coro de fuerza, que en esas tardes domingueras o en medio de insomnios que consumen, suenan en sus oídos como dosis de vida, recordándole la magnitud y el poder de la unión, la creencia y un par de notas musicales.