¿Qué
hacer, entonces? Cambiemos los finales que podemos. Contémonos historias con
finales felices. Dejemos el postre para lo último, compremos lo que sea en 60
cuotas, prometámonos amor eterno y creámosle a quien nos vende felicidad sin
esfuerzo y bajo cualquier forma, líquida o sólida, tangible o virtual. Mientras
haya cuotas por pagar nuestros acreedores no nos dejarán morir; mientras nos
espere el postre podemos prolongar la comida; si el amor es para siempre,
vencerá a la muerte; si logramos quitar de nuestro cuerpo y de nuestra piel las
huellas del tiempo, habremos engañado a Cronos; si creemos en los gurúes de
turno, ellos nos darán la receta para cocinar perdices y ser felices hasta
nunca.
La
garantía de un final feliz nos arrebata del presente, que es donde las cosas
ocurren y piden participación, compromiso, esfuerzo, responsabilidad,
definición y nos transporta a un futuro venturoso. Pero no nos alcanza un final
feliz. Necesitamos muchos, porque después de cada uno la vida, empecinada,
vuelve a plantearnos sus preguntas a través de las experiencias cotidianas.
¿Cuál es el sentido de tu existencia? ¿Qué huella estás dejando? ¿Para qué
hacés lo que hacés? ¿Cómo vivís tus valores? ¿Qué aprendés de tus frustraciones
e imposibilidades? ¿Para qué te ocurre lo que te ocurre? Y suponiendo que hayas
concluido que nada tiene sentido (y por lo tanto te vas a sumergir en el final
feliz imaginario que más te guste), ¿harás algo para darle sentido al
sinsentido? Si la respuesta es afirmativa, lo que fuere debe hacerse en el
presente absoluto.
No
tengo nada contra los finales felices de la ficción, he disfrutado y disfruto
de muchos. Como dice Woody Allen en Hannah y sus hermanas, está bueno después
de todo dejar por un momento de hacerse preguntas que uno no puede responder y
está bueno disfrutar lo disfrutable mientras dure. Un final feliz dura lo que
dura. Después se encienden las luces de la sala, o se apaga el televisor, o se
cierra el libro. Y la vida continúa. Y nos pide que construyamos nuestra
historia de cada día, con sus más y sus menos, con dolores y alegrías reales,
con acciones y consecuencias. No se puede ir al cielo sin morir, decía el
psicoterapeuta Sheldon Kopp en Al encuentro de una vida propia. Los finales
felices ofrecen un atajo. Pero no nos liberan de hacer nuestro propio camino.
Sergio Sinay
Sergio Sinay