domingo, 23 de septiembre de 2012

Él la ve; flechazo instantáneo, escalofrío en el cuerpo, estómago revuelto. Sentimientos encontrados.

Ella lo ve; siente una cosquilla, la ignora. Su mente vuela a kilómetros del lugar.

La noche pasa, las canciones pasan, los tragos pasan. Él, accidentalmente, la choca. Por primera vez ella no lo mira, lo ve. Sonríe. El juego empieza. El va y viene, el no-si-si-no, baile apretado, mente distante. Saben que no está bien, pero sus impulsos son más fuertes. Se buscan, se ignoran y se vuelven a buscar.  Ella descarrila, él la frena. Ella se quiebra, él se desespera. ¿Qué hacer? ¿Que no hacer? Moral, códigos, Bien, Mal. Sus mentes adormecidas son un vertiginoso espiral de pensamientos, sensaciones e irracionalidades. 
Pero la tentación es más fuerte y sus cuerpos colicionan en un beso violento; de bronca, de calentura, de angustias, de vacío, de necesidad. Se pegan, se separan y se siguen pegando al ritmo desesperado de sus cuerpos incomprendidos. Las pulsaciones se aceleran, las respiraciones son un nudo sin principio ni final. Y en medio de tan feroces instintos y de sensaciones tan nuevas, tan distintas (fielmente escoltadas por ansiedad y pánico) irrumpe la siempre, a nuestra costa, tercera en discordia -presente en cada acto de nuestra vida juzgándonos y martirizándonos- la mente. 
A su pesar, se alejan. Una mirada alcanza para decir todo lo que el silencio no logre transmitir.
Él sale a tomar aire.
Ella prefiere quedarse a asfixiarse de gente y aturdirse de música.
Juntos en su conmoción y solos con su puñado de sentimientos, se pierden en la inmensidad de la noche y sus condenas (o redenciones?)